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10 diciembre 2010




Cambiamos de escena. Os dejo con el primer artículo que publico en Garnata: CIUDADES LITERARIAS.


Hay ciudades que rezuman literatura. La configuración de sus calles, de sus plazas e, incluso, la puesta en escena de muchos de sus habitantes tienen un halo especial que observado atentamente se puede convertir en una novela o en una poesía.

Para que así sea tienen que confluir diversas razones que no es posible catalogar sumariamente, aunque basta dirigir esa observación en un sentido concreto para comprenderlo.

No sabemos con exactitud si en una ciudad que visitamos por primera vez vemos literatura porque hemos leído acerca de ella o bien porque nos evoca pasajes literarios que nos recuerdan a esa ciudad. Pero está claro que no todas las ciudades gozan de ese privilegio.

De entre las que si lo gozan se encuentra Granada, pero sería injusto afirmar que toda la ciudad es literaria, aunque sí es cierto que algunas zonas pudieran dar buen material para una buena literatura costumbrista.

Cuando leí "El segundo hijo del mercader de sedas" del desaparecido Felipe Romero comprendí que, a pesar de situarnos en una Granada lejana en el tiempo, esta ciudad seguía poseyendo esas señas de identidad literaria que, probablemente, inspiraron al buen escritor granadino. Recuerdo que paseé por lugares reflejados en el libro y sentí esas buenas sensaciones literarias que te ofrecen determinados libros. Luego, el paso del tiempo no ha podido borrar esa seña de identidad que actúa como genética propia e intransferible, a pesar de los muchos atentados que los políticos actuales están infringiendo a nuestras ciudades, principalmente, a nuestros centros históricos.

Esa sensación también la experimento siempre cuando visito Jaén que, además, al ser una ciudad de vocación interior y bien resguardada ofrece elementos que la historia dejó para siempre en sus calles. Una ciudad, que fue elegida por diversas civilizaciones para esconder sus tesoros, debe ofrecer, sin duda, esa confianza de ciudad ajada e impenetrable que, en mi opinión, la hace tan fértil para la literatura.

Confieso que si una ciudad en una primera visita me ha proporcionado las mismas sensaciones que obtuve leyendo sobre ella en alguna obra literaria, una segunda visita me pone siempre en guardia porque temo no encontrar en sus calles y plazas esas señas de identidad literaria congénita. Si eso ocurre, todo lo leído, todo lo visto sobre ella pierde inmediatamente su encanto y lo más lamentable es que en más ocasiones de las aconsejadas es la mano del político inculto la que está detrás de ese destrozo irreparable y eso siempre me entristece y desespera.

De ahí que a veces sea más aconsejable guardar en la retina la imagen de esa primera visión y seguir disfrutando de las palabras que lúcidas plumas han escrito sobre esa ciudad idealizada.

Porque la literatura, al fin y al cabo, no es otra cosa que imaginar a través de la palabra algo que en la realidad es probable que no exista.

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