28 mayo 2017

ROMA: LA CIUDAD ETERNA (I)


Una frase retumbó en mi mente una vez acabado el viaje a Roma: "A Roma hay que ir alguna vez". No sé por qué surgió. No existió una reflexión previa para que así fuera, pero la frase estaba ahí. Y ha estado durante varios días. Era algo que ya barruntaba. Presentía que ese viaje podría ser experimental, que la experiencia quizá fuera única; sin embargo, hay que dejar siempre paso a la realidad y que ésta se impusiera.
     'A Roma hay que ir". Es una frase redonda, asertiva. No obstante, también necesita ser matizada. Se podría hacer afirmando que hay que ir si perteneces a la religión más practicada del mundo y si eres devoto fiel; o, tal vez, afirmando que hay que ir por el mero hecho de pertenecer a occidente. Cualquiera de esos dos motivos podrían ser válidos y cada cual elegirá el suyo. 
     Dentro de Roma -lo sabemos todos- está el Vaticano, Ciudad-Estado minúsculo con un inmenso poder, no sabemos si celestial -está por demostrarse aún-, pero sí terrenal. Y al Vaticano van los católicos, igual que los musulmanes van a la Meca o los judíos a Israel, su patria divina. Y en Roma también está el germen más sofisticado de nuestra civilización occidental, heredera directa de la Grecia de los grandes filósofos. Por tanto, sea por un motivo o lo sea por otro, esa visita siempre es debida.
     Y así lo deben de entender los millones de turistas de todo el mundo que cada año atascan las calles de la vieja "Ciudad Eterna" y llenan sus monumentos, por no hablar de sus trattorias, restaurantes y pizzerías. Todo es excesivo en esta ciudad, doy fe. Todo ello convierte a Roma en una ciudad de excesos. Excesos en cuanto a patrimonio histórico, arqueológico y artístico; excesos en cuanto a masificación; excesos ante suciedad; excesos ante el endiablado tráfico...Hay tantos excesos que no se podrían enunciar en unas cuantas líneas. Una ciudad que parece vivir a gusto y en perfecta armonía a pesar de ellos; una ciudad en la que todo parece improvisación y al mismo tiempo perfecta organización; decadencia y modernidad; mala y buena educación; ruido y silencio...Todos los extremos se dan en ella. Pareciera que sus miles de años de historia hayan dejado una impronta permanente, que la ciudad clásica y antigua no se quiera ir del todo para dejar paso a la modernidad de la nueva, como si el subsuelo pidiera constantemente ser desenterrado para que la ciudad pueda seguir viviendo sus años imperiales.
     Las piedras de los foros imperiales o republicano, del Palatino, de su orgulloso anfiteatro de Flavio (conocido como Coliseo) pugnan por ganar protagonismo a todo lo demás, y si eso no fuera suficiente, siempre encontrarán apoyo en cientos de ruinas que surgen por doquier casi en cualquier parte. Pero no es solo la ciudad republicana anterior a Jesucristo ni la imperial de los césares, no, porque por encima surge la ciudad medieval, la judía, la bizantina, la renacentista... Surge el orgullo de sus palazzos, de sus lujosas villas, de sus infinitas y ostentosas basílicas e iglesias, todo surge al mismo tiempo y en no demasiado espacio físico, haciendo válido el dicho de que son necesarias varias vidas para conocer Roma. Varias vidas que sean bien aprovechadas, diría yo, que de lo contrario tampoco daría demasiado tiempo a conocerlo todo, si es que eso es posible.
     El viajero se sorprenderá de todo ello. Despotricará de su caótico transporte público, del incivismo de sus conductores, maldecirá el pasotismo de sus funcionarios, pero al mismo tiempo, si observa con ojo avizor, comprenderá que quizá no haya otra forma de funcionar, que pesa la historia, el tiempo, el carácter, que todo se une de manera natural y surge un producto tan novedoso, una manera de ser y vivir que ni tan siquiera, nosotros, sus vecinos españoles, tan iguales y tan distintos, podemos comprender.  (Continúa en Roma, Ciudad Eterna (II)

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