21 septiembre 2014

VIGILAR Y CASTIGAR (IDEAL, 22/9/2014)

Conocer los procesos que llevan a la corrupción de la cosa pública es un asunto complejo. Una tarea de investigación que han de llevar a cabo especialistas de distintas áreas del conocimiento, desde sociólogos hasta juristas, pasando por filósofos, antropólogos y es posible que hasta psiquiatras si se concluye que corromper y corromperse es una especie de enfermedad mental que resulta incurable para algunos.
            De todas maneras, al margen de desviaciones psicológicas o sociológicas, es fundamental tener presente siempre la historia para valorar por qué en determinados países la corrupción está más presente que en otros y tendrá mucho que ver la concepción de lo público y lo privado, así como la forma de entender la economía. En ese sentido, en nuestro país nunca se ha distinguido muy bien lo público de lo privado y ese hecho es siempre un caldo de cultivo idóneo para que aflore la corrupción. Por su parte, en países en los que hay una clara separación entre estas dos vertientes, la corrupción existirá -es una lacra universal-, pero tal vez más en la vertiente privada que en la pública. Lógicamente, mucho tendrá que ver la contundencia de la ley, porque está claro que el género humano varía muy poco de unos lugares a otros y tan sólo el vigilar y castigar de los Estados como detentadores de la violencia legítima será determinante.
            En la España democrática -que es la etapa política en la que la corrupción resulta más abominable- la asociación negocio-Estado, en cualquiera de sus vertientes territoriales, ha estado siempre muy presente, algo muy similar a la conexión negocio-familia de que se nutren las relaciones ilícitas en las distintas mafias transalpinas. Este tipo de conexiones son básicas para que se pueda tejer un entramado corrupto. También son elementos fundamentales la complicidad y el silencio. De hecho, los cuantiosos casos de alta corrupción política y empresarial en España siempre se han abierto por la falla de alguno de estos elementos.
            Otro factor importante, en mi opinión,  para que en España se hayan dado tantos casos de corrupción -aún hay muchos que no se conocen, pero que aflorarán- es el poco apego a la causa estatal -o autonómica o local- que siempre han demostrado los políticos en general y los corruptos en particular. Cuando no interesa la deriva de un país y no se cree en sus instituciones, la única motivación -que también se convierte en ventaja- para formar parte de la élite dirigente son los negocios propios, los del partido y los de la familia, de manera que una vez ostentado un cargo con mucho poder y conociendo que los mecanismos legales son torpes, ineficientes y lentos, el itinerario para enriquecerse es francamente favorable; lo es si la idea de entrada es servir y no robar, mucho más lo será cuando la idea de entrada es sólo robar. De ahí que los mecanismos necesarios que impidan la corrupción no pueden ser de mero maquillaje legal y político sino más mucho más contundentes y estructurales.
            Y esa contundencia -lo decía más arriba- no puede ser otra que el vigilar y castigar de manera contundente, pero para ello es fundamental que la democracia española se sostenga de veras en un verdadero Estado de Derecho, con sus tres robustas patas independientes: un poder legislativo que legisle de manera consecuente, un ejecutivo que ejecute lo legislado y un judicial que juzgue e interprete la ley sin contemplaciones y en plena igualdad. Pero para ello, hay que conocer desde la escuela qué significa el juego democrático. Lo que no puede significar bajo ningún concepto es ser la mercadería en que la han convertido la mayoría de los políticos de este país, el negocio particular de personas que han accedido al poder gracias al voto -eso sí, indirecto- de los ciudadanos.
            Hay políticos y juristas que sostienen que una democracia se ha de forjar a base de tolerancia y leyes lenitivas porque consideran que ese será el elemento diferenciador con los sistemas dictatoriales, pero esa premisa no es siempre válida. Nada impide que un sistema democrático posea normas contundentes que impidan la corrupción. De hecho, éstas serán la mejor garantía para evitar que se asiente. Para buenos ejemplos, contamos con los de determinados países de nuestro entorno, los cuales gozan de mayor recorrido democrático y, por lo general, asisten a bastantes menos casos de corrupción. Eso se debe -entre otras razones ya aludidas- a la contundencia de sus normas y a una más eficaz separación de poderes. En ese sentido, me contaron que en la República de Irlanda se acordó que un importante político acusado de corrupción debía de devolver hasta el último euro de lo sustraído y dejarle sin recursos, al tiempo que decidieron que el Estado no tenía por qué gastar un centavo en él albergándole en la cárcel. No es mala solución si consideramos que en nuestro país las sentencias que resuelven enviar a la cárcel a políticos corruptos son muy pocas -la mayoría resuelven inhabilitación de varios años en cargos públicos, que ya no ejercerán-  y jamás se les exige la devolución de lo robado. Es más, en la jungla política y empresarial corrupta española muchos actores de tramas de alto nivel ya han presupuesto las penas que pueden caerles si son cogidos y han comprendido que siempre es rentable arriesgarse. Mientras tanto, lo robado descansará sin riesgo alguno en algún oscuro paraíso fiscal a la espera de poder ser disfrutado por el hacedor y su familia.             

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