Se podría decir que la decadencia es al mito
como la temida senectud a la diva del cine. En su apogeo, el tiempo parece detenerse
de forma permanente, sin vocación de continuidad. De ahí que el mito sólo pueda
caer de manera estrepitosa y definitiva. No hay otra solución para ese final.
Si
el mito es humano, toda explicación sobre él no hace otra cosa que hundirlo y
todo conocimiento intrínseco lo sitúa en algo demasiado vulgar al tiempo que
vulnerable. Y eso es así porque el mito no nace para ser comprendido, ni tan
siquiera para ser conocido. Eso es lo que explica que en la actualidad cada vez
caigan más mitos, como si se tratara de un attrezzo de cartón piedra de un
modesto estudio de películas de bajo coste. Tampoco resisten esas duras pruebas
los mitos materiales e inmateriales.
En
tiempos de poca o nula interconexión, las máscaras, las caretas, lo artificial,
lo impostado, encontraban su mejor caldo de cultivo en el desconocimiento, pero
en los tiempos en los que vivimos, en lo que todo se quiere -y se puede-
explicar y conocer al detalle, en gran parte por la irrupción de las redes
sociales y esa necesaria interconexión diabólica denominada Internet, caen a
diario muchas máscaras, muchos mitos.
En
la Grecia antigua la tradición mitológica decidió que los dioses habitaban
cómodamente ubicados en el Olimpo y esa creencia era tan oficial y válida que
nadie, que no quisiera jugarse la vida, se atrevía a cuestionar que los dioses vivieran
en mansiones de cristal allí en las alturas. El mito no admitía explicación y
tan sólo el tiempo se encargaría de desmoronarlo, pero para ello ha debido
transcurrir tiempo, mucho tiempo. Hoy día, al margen de los excelsos valores
literarios y poéticos del lugar, el Olimpo no es otra cosa que la montaña más
alta de Grecia, además de un parque natural protegido por las leyes. Sin
embargo, en su época cumplió su función y sirvió para alimentar muchos
espíritus a la vez que para poner a raya a poderosos y a ejércitos, por no
hablar del populacho, siempre tan irascible.
Los
mitos nacen para esos fines. Se adaptan tanto a una cosa como a su contraria y
cuentan con la ventaja de parecer auténticos en el momento histórico en el que
nacen. Pensemos, por ejemplo, en los mitos religiosos -de cualquier confesión-,
nacidos y alimentados tanto para justificar guerras, hacer fortuna o amedrentar
al pueblo. La historia está repleta de ellos.
Por
ello el mejor aliado del mito siempre va a ser la contemporaneidad. En ésta se
apoyan para evitar ser cuestionados. Básicamente porque forman parte del
ideario colectivo y cuentan con la ventaja de ser alimentados a diario por
instituciones, entidades o personas, en teoría, creíbles y serias. Con el
tiempo esos mitos -como todos- caerán pero para entonces ya habrán cumplido con
creces con la función para la que nacieron. Posteriormente, ya llegará su
correspondiente decadencia, que dará paso al nacimiento de otros.
Sin
embargo, y contra todo pronóstico, en la actualidad estamos asistiendo a la caída
de muchos mitos de nuestro tiempo, ya sean deportivos, económicos, sociales, políticos
o monárquicos. Caídas que de forma inexplicable se están adelantando a su tiempo
estipulado de inevitable decadencia.
Por José Antonio Flores Vera
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Sin tu comentario, todo esto tiene mucho menos sentido. Es cómo escribir en el desierto.